lunes, 4 de junio de 2012

Laboratorio animado (I): el bosque de los cien acres

Continuando con Para leer a Donald....


Por Diego Golombek  | LA NACION
http://www.lanacion.com.ar/1478463-laboratorio-animado-i-el-bosque-de-los-cien-acres
domingo 03/junio/2012
 
 
Están entre nosotros desde la más tierna infancia y, sin que nos percatemos, son portadores de diversas noticias de la ciencia. Son nada menos que los dibujitos animados, que también han sido objeto del certero escrutinio científico. Ojo, no hablamos de manga ni de los poderes de Ben 10 y ni siquiera de la araña que picó a Spider Man o del cerebro de los cuatro fantásticos, sino del maravilloso mundo de Disney y otros amigos no menos fascinantes. Así que allá vamos: a la tele o al laboratorio.
Comencemos por los sospechosos menos pensados: Winnie the Pooh y sus cómplices. En un fascinante trabajo titulado Patología en el bosque de los cien acres: una perspectiva de neurodesarrollo sobre A. A. Milne, investigadores canadienses descubren lo obvio: que estamos frente a una banda de chiflados (y así lo publicaron en la revista de la Asociación Médica Canadiense, nada menos). El inocente mundo de Christopher Robin esconde toda una colección de psicopatologías claramente definibles en los manuales modernos de Psiquiatría.
Veamos a Pooh mismo: según el estudio, el simpático osito padece claramente de trastorno de hiperactividad con déficit de atención, agravado por una cierta incapacidad cognitiva (se dice en algún capítulo que el personaje tiene "muy poco cerebro", tal vez relacionado con cierta tendencia al daño craneal en sucesivas caídas) y una fijación obsesivo-compulsiva en la miel, lo cual genera una obesidad significativa en el paciente. Los catedráticos sugieren tratamiento farmacológico inmediato para mejorar la calidad de vida del osito. Su amigo Piglet es un claro ejemplo del trastorno generalizado de ansiedad, que requiere de tratamiento psicoterapéutico y con las drogas adecuadas -tal vez una diagnosis temprana hubiera impedido su permanente búsqueda de pequeños efelantes-. Aunque tal vez el mayor problema para una adecuada salud mental en el bosque sea la distimia crónica del burro Igor que, claramente, presenta un cuadro depresivo con una pésima autoestima, anhedonia e hipoactividad crónica -todo lo cual apunta a una terapia con fluoxetina u otro fármaco de probada acción antidepresiva-.
Otro notorio extraviado es Conejo, con tendencias narcisistas y en muchas ocasiones autoritarias. Su afán de poder lo lleva a dirigir operaciones de dudoso éxito, llevando a riesgo a sus amigos, a quienes seguramente considera sus subordinados.
¿El sabio Búho queda a salvo de este diagnóstico implacable? Nada de eso: su evidente dislexia, pese a sus (infructuosos) esfuerzos por ocultarlo, requiere un tratamiento fonoaudiológico, a ver si alguna vez nos enteramos de qué cuernos quiere decir.
Nos quedan dos amigos que tampoco se salvan de las garras de la ciencia. Rito, aparentemente hijo de madre soltera y sobreprotectora, debido a sus rasgos de impulsividad e hiperactividad está en un claro riesgo de desarrollar una personalidad violenta. Y allí estará su amigote Tigger para acompañarlo, un pésimo modelo para el desarrollo del pequeño, siempre dispuesto a asumir riesgos innecesarios -incluyendo la búsqueda permanente de sustancias desconocidas, como ser hierbas, granos y cardos-. Luego de probar estos potenciales estupefacientes, Tigger sale saltando alegremente por los prados y los árboles del bosque, generando obvias sospechas sobre sus motivaciones.
De más está decir que estos diagnósticos han generado polémicas y más de una carta en la prestigiosa revista, como la que propone revisar los criterios y decir, más simplemente, que Pooh es un adicto a la miel que requiere rehabilitación urgente (y tal vez tratamiento con metadona). Es esta adicción la causa de su pequeño cerebro. A esto se agregan rasgos de autismo para Búho, con sus pobres dotes sociales y, finalmente, se hace hincapié en las diversas fobias de Piglet, temeroso de todo y de todos (de hecho, no sale de su casa a menos que Pooh lo arrastre hacia fuera).
Ni siquiera hemos mencionado a Christopher Robin, ese curioso niño que, sin ningún tipo de supervisión familiar o escolar, se la pasa hablando con animales inexistentes. En definitiva, el bosque no es un lugar encantado ni mágico, sino tal vez un experimento velado en tratamientos secretos y novedosos (y naturales) para diversos rasgos psicopatológicos. Hay autores que han considerado seriamente estas opciones, incluyendo libros como El Tao de Pooh y Winnie Pooh y los filósofos, que proponen que el camino a la sabiduría puede ser revelado por el osito de pequeño cerebro. Algo nos están ocultando, compañeros..

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